El cristal con el que se mira a las enfermedades es muy diferente según quién sea el observador. Para un paciente, cuestiones como si la dolencia será grave o leve, crónica o pasajera, incurable o curable, resultan vitales para su proyecto de vida. Para la industria farmacéutica, las enfermedades se dividen principalmente en rentables o no rentables.
A partir de esta clasificación fundamental se dirigen las inversiones y los esfuerzos de las farmacéuticas para investigar, desarrollar y comercializar fármacos.
Nadie espera que las farmacéuticas actúen como hermanitas de la caridad en el terreno sanitario. Son empresas, al fin y al cabo, y su fin principal es ganar dinero. Y lo hacen muy bien, de hecho: el ámbito farmacéutico es uno de los sectores económicos más lucrativos. Los márgenes de beneficios de las grandes empresas farmacéuticas son muy superiores a la absoluta mayoría de las diversas empresas que cotizan en bolsa.
Por supuesto, los laboratorios farmacéuticos tienen todo el derecho del mundo a cosechar beneficios millonarios. El problema llega cuando el afán de lucro va en contra del bien común. Un ejemplo clásico es el desarrollo de nuevos antibióticos. La limitada rentabilidad que ofrecen este tipo de fármacos contra infecciones pasajeras, en comparación con aquellos dirigidos a tratar enfermedades crónicas, ha sido un factor clave. Principalmente para que casi todas las grandes farmacéuticas en las últimas décadas hayan abandonado la investigación en antibióticos en un momento u otro.
Y más si tenemos en cuenta que las resistencias a antibióticos se presentan, en el futuro próximo, como una de las grandes amenazas para la salud de la población mundial (la OMS estima que podría ser la primera causa de muerte para 2050). Con esto está claro que el conflicto entre rentabilidad farmacéutica y bien común tiene claras consecuencias sobre todos nosotros.
Amplía la información en este enlace al artículo de Esther Samper en Hipertextual.
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